Dar forma a la pasión: sobre «Altos volúmenes de cielo», por Tania Favela

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En el libro Altos volúmenes de cielo, Luis Alberto Castillo pone en nuestras manos un puñado de poemas de Javier Sologuren —veintiocho para ser exacta—, que incluye textos escritos desde 1959 hasta 1999 aproximadamente, es decir, cuarenta años de escritura. Como podemos suponer, el editor ha hecho el trabajo de un espigador, ha elegido con atención meticulosa los poemas en los que la experiencia gráfica y la escritura poética confluyen; ha buscado con cuidado aquellos textos que muestran de manera puntual las exploraciones que Sologuren realizó tanto en el campo semántico como en el campo espacial; poemas que revelan la huella de lo que el mismo Castillo ha denominado una «sensibilidad de impresor», iniciada hacia 1960 con las Ediciones de La Rama Florida en Chaclacayo, Lima. Todos los poemas seleccionados están marcados por la conciencia de la materialidad de las palabras y de la página en blanco, y nos enfrentan a lo que Apollinaire llamó en su tiempo un «lirismo visual». Esta antología, es importante señalarlo también, supone la consecuencia natural de las investigaciones que el crítico y editor Luis Alberto Castillo ha venido realizando desde hace algunos años y que desembocan en su excelente libro La máquina de hacer poesía, en el que dedica el capítulo homónimo al trabajo de Sologuren como editor e impreso tipográfico.

Habría mucho que decir de este libro, tendría que hablarse del cuidado de la edición, de la composición manual y de los tipos elegidos para la impresión; del papel que se utilizó y la calidez y textura de éste; del equilibro y el diálogo que el acomodo de los poemas suscita: no están colocados cronológicamente, sino dispuestos en un ritmo formal y temático muy sugerente. Podrían comentarse también los trazos del monje Sengai elegidos para la portada, tan acordes con la delicada sensibilidad del poeta peruano y su aspiración a la universalidad; o bien, hablar del sesgo particular que la antología ofrece, una lectura distinta de la poesía de Sologuren, que como bien dice Mirko Lauer en una breve reseña recién salida, nos invita a replantear la aproximación a su obra completa. El libro también me llevó a pensar en las relaciones México-Perú, no sólo por el hecho de que Castillo haya viajado a México para hacer el libro, sino por los vínculos de Sologuren con mi país: sus estudios de filología y lingüística en el COLMEX, la codirección de la Colección Literaria Ícaro en 1950 —nombre que tomará después para su taller que contaba con una imprenta tarjetera manual—, el nombre mismo de La Rama Florida que surge de su interés en la parte icónica de la cultura mexicana: «hurgando entre muchas figuras [cuenta Sologuren] hallé un hombrecito de cuyos labios salía una cinta llena de flores, una rama florida», símbolo del canto y de la poesía. Está también en esta antología el poema “Márgenes”, dedicado en sus Obras Completas a Octavio Paz (los topoemas pacianos fueron de su interés por la búsqueda espacial); y por último, en un plano más personal, este libro me hizo recordar la relación de Sologuren con Hugo Gola (poeta, traductor y editor argentino), quien le publicara en México de manera reiterada poemas y textos tanto en la revista Poesía y poética como en El poeta y su trabajo. Es justamente gracias a esas publicaciones que yo conocí, hace ya muchos años, el trabajo de Sologuren.

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«Altos volúmenes de cielo» de Javier Sologuren es una edición artesanal compuesta enteramente en tipos móviles. Foto: La Balanza Taller Editorial

Pero como hay que elegir un sólo ángulo, me centraré en ese sesgo particular que nos brinda la antología. Leyendo Hojas de herbolario de Sologuren me encontré con un fragmento de una carta de Van Gogh a Theo que me parece puede dar luz a lo que sucede en Altos volúmenes de cielo, la cito:

«Vas a recibir un gran bodegón que representa papas, en el cual he intentado dar cuerpo; quiero decir expresar la materia de tal suerte que se transforme en masas con peso y solidez, lo que se sentiría si tuviese que arrojarlas, por ejemplo».

Sologuren reflexiona sobre la concreción y la intensidad de la representación plástica, sobre cómo el pintor buscó un lenguaje que fuera más allá de su normal capacidad de sugerir un objeto, hasta el punto de identificarlo con este, de ser el objeto mismo. En varios de los poemas seleccionados puede percibirse ese mismo deseo de concreción, que el poema sea un objeto capaz de reclamar la atención hacia sí mismo y por sí mismo. El caso del poema “origami” es muy sugerente y sorpresivo: Castillo hizo el recorte del poema, plegó el papel y obtuvo una figura: el poema es el objeto. Pero no se trata sólo de un juego para Sologuren, aunque no podemos dejar de ver la parte lúdica que permea la mayor parte de los poemas elegidos, sino de una búsqueda formal, siempre distinta y por lo tanto no programática. El poema “Origami” en su origen toma la forma de un haiku: «agua del plenilunio: / sin pensamientos / poseo el mundo». Una forma deviene otra forma, como ese plegarse de la hoja en un juego de metamorfosis. Cada poema reclama su propia estructura. El poema “Endechas”, por ejemplo, dibuja un triángulo invertido. En una entrevista el poeta cuenta el nacimiento de ese poema, lo cito: «Esa forma se dio a partir de la vivencia sueca ‘morir lejos / sin sol’, que era muy angustiosa. La noche como estrechamiento del horizonte vital. A partir de ahí [aclara Sologuren] las formas han ido avanzando, aunque sin experimentalismo, llegué a esto como siempre, por necesidad personal de expresión». Llama la atención la insistencia de Sologuren en varias de sus entrevistas de no calificar su poesía visual, espacial o concreta como experimental, y su continua defensa de la emoción como el único motor posible de la escritura. Pensando lo anterior desde la estética japonesa, tan querida y afín a Sologuren, quiero recordar aquí dos conceptos que propone a principios del siglo X el poeta Ki No Tsurayuki en el prólogo al Kokinshū. Para Tsurayiki un buen poema debe tener flor (estilo, forma) y fruto (sustancia, el sentimiento sincero que anida en el corazón). Esa visión, me parece, es semilla importante de la poética de Sologuren y puede verse en los poemas seleccionados; aún los más simples, encierran, en su parquedad, una fuerza emocional. El poema de apertura, por ejemplo: «La tinta en el papel / El pensamiento / Deja su noche» es, según nos dice el poeta, una revelación que muestra que «todo poema resulta ser un acuerdo con sentido de todo aquello que bulle oscuro en nuestra vida anímica». El poema lleva a la claridad lo que antes fue opaco. Sin esa oscuridad, sin ese malestar que pugna por salir no hay forma y por lo tanto no hay poema. Sologuren, como lo subraya Eielson en su hermoso ensayo «La pasión según Sologuren» da forma a la pasión. Eielson, en ese mismo ensayo, insiste en el «arrebato que se mide» y en la «matemática que sufre»; delinea ese «canto geométrico» que percibe en la obra de su amigo y que Luis Alberto Castillo se ha dado a la tarea de explorar y de registrar en sus resultados más finos: «El margen blanco / donde siempre germina / lo inexpresable», dice uno de los poemas seleccionados. Exactitud y densidad poética construyen la arquitectura de estos poemas. Nada en ellos se desborda, pero todo convoca, requiere, reclama la atención del lector: «si quieres ver surgir / aquí / la llama / enciende este papel // (satori)». La insistencia en el presente trae al papel la acción. El «aquí» se densifica, adquiere la espesura de lo real, señala al poema, a la hoja que se lee y que se tiene entre las manos, revela la posibilidad de su combustión y al mismo tiempo de la iluminación: el satori es esa llama que se insinúa. El poema también juega, descubre posibilidades distintas en ese decir: «FRASES    OLAS BLANCAS // OH LAS BLANCAS FRASES». El poema dice y hace, como en ese otro en el que la sombra de la cabeza del lector se proyecta en la página: «nada dejé en la página / salvo / la sombra / de mi inclinada cabeza», sombra, que fue antes la del poeta. O aquel otro, tan ingenioso, que obliga al lector a dar vuelta a la página para seguir el curso de la frase: «voy a mirarme al / revés de esta hoja». Son poemas-acto, poemas-objeto, altos volúmenes o masas con peso y solidez,  pero también poemas meta poéticos, poemas que reflexionan una y otra vez sobre el acto de escribir: el margen, la tinta, la página en blanco y el malestar que enciende la chispa de la escritura están siempre presentes.

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Selección y composición de Luis Alberto Castillo. Foto: La Balanza Taller Editorial

En Altos volúmenes de cielo el lector participa de ese espacio de intimidad que se construye en cada poema. Esta es otra constante que puede observarse. Lo íntimo es una forma de lo real, así lo dice el mismo Sologuren: «Creo que la realidad no es sólo las cosas y las personas, lo social, sino también lo íntimo; a veces, inclusive, esa realidad íntima es más dura y resistente que la otra»: «las blancas paredes    de la casa / los blancos huesos   bajo la tierra / la blanca     soledad», comienza diciendo el poeta en el poema 4 de “dos o tres experiencias del vacío”, y el poema mismo, como en “Márgenes” y otros poemas de la selección, va construyendo al interior su propio vacío. El poema es refugio, recogimiento, y al mismo tiempo intemperie, nos muestra, desde un lugar seguro, el abismo: «perdón por la / ya no / página blanca // perdón por la / fisura / de sus unidas aguas / por este / nuevo / silencio mayor / de la / escritura», se lee al comienzo del último poema que cierra el libro: “el circo flota en una lágrima”.

Para Sologuren escribir es también dibujar, rescatar la imagen del origen que anida en las palabras, su huella. Su escritura está ahí para ser leída, pero también para ser mirada, de ahí las marcas que va introduciendo: los paréntesis, las diagonales, las palabras que destaca en mayúsculas, o que aísla, el uso de las cursivas, los distintos desplazamientos de los versos, el espacio en blanco entre las palabras, sus caligramas. Todas estas marcas introducen una sobrecarga significativa en una suerte de traducción tipográfica-plástica de la emoción. En suma, cada poema propone, desde su forma, una lectura o lecturas distintas, más simples o más complejas, dependiendo del texto, pero en la mayoría de los poemas antologados (y aquí me robo unas palabras del poeta mexicano Juan Alcántara que se ajustan a lo que intento decir): «se superponen dos posibilidades de lectura aparentemente incompatibles: la lectura sucesiva que pide el texto escrito, y la lectura de simultaneidad, instantánea y total —más que lectura, contemplación— con la que nos sorprende la forma del poema sobre el papel».

Para terminar sólo quisiera agregar que la experiencia de lectura, gozosa y sorpresiva, que supone Altos volúmenes de cielo radica, no sólo en los poemas de Sologuren, sino también en la edición y en la ubicación que Luis Alberto Castillo le ha dado a cada poema, en el diálogo que se genera entre los textos, en ese ritmo formal y temático que traza un camino de lectura. También el editor, como lo hizo Sologuren, ha sabido en este libro darle forma a la pasión.

 


Tania Favela Bustillo (México, 1970)

Poeta, traductora y ensayista mexicana. Ha publicado los poemarios «Materia del camino», «Pequeños resquicios» y «La marcha hacia ninguna parte». También los textos críticos «El lugar es el poema: aproximaciones a la poesía de José Watanabe» y «Remar contracorriente: cinco poéticas».