Compartimos cinco poemas de «Llegó el fin del mundo a mi barrio», último libro del poeta, narrador y cronista dominicano Frank Báez.
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La primera vez fue cuando mi papá
vino de Nueva York con la maleta llena de Milky Ways
y yo probé uno y me sentí
como en esa escena de Charlie y la fábrica de chocolates
en que el protagonista se esconde para ver si su chocolate está premiado
aunque yo me escondía más bien para que mi mamá
no me quitara los chocolates
y les llevé a Pascual y al Seba quienes se engancharon tanto
al punto que cada vez que me veían acercarme
con los bolsillos llenos de Milky Way
babeaban como el perro de Pavlov
y después que probé los Milky Way
los Rocky Kid llenos de almendra no me sabían a nada
los Crachi los Más Más los chocolates Embajador
todos habían perdido su magia
y recuerdo que cuando en la clase de religión
el cura hablaba del éxodo de los judíos por el desierto
y del maná que Dios lanzaba desde el cielo
para que se alimentaran y no se murieran de hambre
antes de llegar a la tierra prometida
yo imaginaba que el maná eran pedacitos de Milky Way
que caían sobre la arena y sobre las piedras
y la analogía cobró más fuerza
cuando supe que Milky Way significaba Vía Láctea
así que piensen en esos publicistas buscándole nombre
a ese producto e imaginando que no hay nada más sublime
que comerse una estrella
y bueno ya han pasado dos décadas
tenía años que no probaba un Milky Way
la verdad hoy en día prefiero los Snickers
Pascual y el Seba se fueron al norte
no sé bien en que ciudad vive Pascual
pero sé que el Seba vive en Nueva York
específicamente en el Bronx
la semana pasada nos vimos y paseamos por Manhattan
en un momento Seba entró a un Seven Eleven
para usar el baño y yo compré un Milky Way
y le pregunté al Seba
si le apetecía recordar los viejos tiempos
pero el Seba me dijo que ya no comía dulces
que era propenso a la diabetes
así que yo me comí el Milky Way solo
andando con el Seba por las calles de Manhattan
mirando de vez en cuando hacia arriba
donde había tanta niebla y tantas luces
que no se alcanzaban a ver las estrellas
y mucho menos la vía láctea
22
Estoy cumpliendo treinta y nueve años
en Ciudad de México pensando
en que fui un feto mexicano.
Cierro los ojos y me veo dentro
de la barriga de mi madre
dando pataditas para que esta vaya
por más huaraches, más tamales.
Fui mexicano incluso antes
de que mis padres me concibieran.
Mis padres que se nutrían de la comida
proveniente de esta suave patria,
de esta bendita tierra mexicana
y de su riquísima gastronomía,
gracias a la cual mis piernitas,
mis bracitos, mi cabecita,
y hasta mi cerebrito se fueron
formando y desarrollando.
Mi madre no ha vuelto a México
pero yo he regresado a celebrar
mis treinta y nueve años,
edad que para ser honesto,
nunca pensé que alcanzaría.
Bueno, tampoco me voy a poner
a azarar y a tentar a la suerte
que Dylan Thomas falleció al poco tiempo
de cumplir sus treinta y nueve
por estar parrandeando en el extranjero
lejos de su mujer y su familia
y yo ando también lejos de ellos
al punto que a veces me pongo
tan sensible que el mezcal me saca lágrimas
y la musiquita de los organilleros
del Centro Histórico me tritura el alma,
ese chirrido que de seguro
mis oídos encontrarían divino
si hubiese nacido acá
y fuera ese Frank chilango
acostumbrado a estos murales,
a esta gente, a este smog, a estos edificios,
y probablemente habría escrito
algo tan diferente a lo que he escrito
y el Frank dominicano odiaría
a ese poeta chilango en que me habría convertido
y le arrancaría su máscara mexicana
para encontrar debajo una máscara dominicana.
Ahora es de noche y de pie en el último piso
de la Torre Latinoamericana
imagino que las palpitantes luces
de Ciudad de México están prendidas por mí
y que yo de un soplido puedo apagarlas todas
como si fuesen velitas sobre un pastel de cumpleaños.
28
Llegó el fin del mundo a mi barrio
sin que a nadie le importara.
Mis padres tenían puesto CNN
esperando el boletín especial.
Los liquor stores y las tiendas
siguieron abiertos hasta tarde.
Nadie comprendía las señales.
Hasta la mujer que vio la silueta
de La Virgen de la Altagracia
en el cristal delantero de su jeepeta
fue al car wash a lavarla.
Nadie se percató que aquel caballo blanco
que arrastraba una carreta de naranjas
era del apocalipsis.
Moteles y bingos estaban abarrotados.
Las evangélicas que con sus panfletos
habían anunciado tanto el fin
se fueron a la cama temprano.
No cortaron las líneas de teléfono.
Ni se llevaron el agua y la luz.
Nadie vio las estrellas que caían del cielo.
Para cuando el arcángel Miguel sonó la trompeta
el partido de los Yankees
iba por el octavo inning.
31
No dejar que el tiempo borre su cara,
su barba, sus ojos verdes, sus lentes.
Si no hay espacio en la memoria
he de suprimir nombres de calles,
de efemérides o borrar de mi mente
datos históricos, ecuaciones, poemas,
claves, direcciones, números de teléfono,
pasajes de novelas, películas completas.
No dejar que el olvido tache su voz,
su pronunciación, sus palabras favoritas.
Que siempre pueda convocar sus
ambiciones, su olor, sus rituales, su elegancia.
Que no se hunda nunca en la memoria
y que siempre se mantenga a flote
como esa vez que me enseñó a nadar
y yo tenía miedo y él me repetía
que nunca me soltaría, que siempre
me sostendría, y yo me agarraba
de su cuerpo y juntos flotábamos
en las cálidas aguas de la piscina.
33
Antes de ir al hospital acompañé a mi padre
a recortarse el pelo y el barbero de brazos tatuados
limpió el sillón con un trapo como si se tratara de un trono
y mi padre con su barba y sus lentes dudó en sentarse,
porque él odiaba cualquier privilegio
y si iba a esa barbería donde los decibeles
del reggaetón y de las salsas
rompían los tímpanos de los clientes
era porque se sentía como en casa
y las tijeras del barbero eran un pájaro
que aleteaba sobre la cabeza de mi padre
y entonaban una canción
que era imperceptible para los mortales.
Era una canción sobre la muerte
y ese era el último corte que se haría mi padre
y eso no lo sabía el barbero,
no lo sabía yo,
no lo sabía nadie.
Afuera brillaba el sol,
avanzaba el viernes
y los otros barberos trasquilaban
con sus maquinitas las cabezas
de sus clientes.
A veces he pensado en ir a la barbería
y contarle al barbero de brazos tatuados
que mi padre ha muerto.
O quizá no decirle nada
y sentarme a que me recorte
con esas tijeras que aletearon como un pájaro
sobre la cabeza de mi padre.
Entonces sabría el significado
de la lúgubre canción que las tijeras entonaron,
comprendería y sería como siempre
demasiado tarde.
Sobre el autor
Frank Báez (Santo Domingo, 1978) es un poeta dominicano, autor de cinco poemarios, entre los que destacan Postales, que ha sido editado en siete países y que fue galadornado con el Premio Nacional de Poesía Salomé Ureña en 2009, Anoche soñé que era un DJ y Llegó el fin del mundo a mi barrio. Ha sido traducido al francés, alemán, italiano y sueco. Ha publicado el volumen de cuentos Págales tú a los psicoanalistas, tres libros de crónicas de viajes que han sido reunidos en el volumen La trilogía de los festivales y una recopilación de artículos titulada Lo que trajo el mar. Es editor de la revista Global y de la revista de poesía Ping Pong. Es uno de los fundadores del colectivo El Hombrecito. Fue escogido por el Hay Festival Cartagena como uno de los autores que conforman Bogotá39-2017.